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  • marinamg0210

Carta 1: algo parecido a la esperanza

Mi ordenador, mis libretas, varios bolígrafos y muchos folios sueltos.

Llevaba aislada tres largos días. Era sábado. Doce de la mañana. Sonreí al ver la hora y el mensaje de mis amigos: estarían conmigo en menos de diez minutos.

Miré al horizonte, hacia las cercanas montañas teñidas de verde. Volví a sonreír, buscando mi café. Puse los ojos en blanco al saborearlo: estaba helado. Recogí las cosas de la mesa y me senté en las escaleras del porche. La vista en la puerta. El teléfono en la mesa, ignorado. Suspiré. No había hablado contigo desde que llegué a esa pequeña casa de campo alquilada solo para mí, aunque la capacidad era de diez personas. Ni contigo ni con nadie. Si estaba allí era para concentrarme en el trabajo, para sacar adelante el proyecto.

Nadie sabía dónde estaba. Nadie.

Di un pequeño brinco al escuchar el claxon de un coche. Sonreí al escuchar otro distinto.

—¡Voy! —grité.


Corrí hasta la verja y abrí la puerta. Pasó primero un coche y luego otro. Me acerqué a todos sonriendo y, de uno en uno, me fueron abrazando. Sentí que volvía a estar en casa con cada abrazo. Pude notar que me abrazaban como nunca lo habían hecho, como si hiciera meses que no supieran de mí.

—Te hemos echado de menos —me dijo Sofía.

—Has crecido durante estos días —susurró Alejandro, su novio. Sonreí.

—Me ha ido bien. ¿Qué habéis traído para comer? —pregunté al ver que sacaban varias bolsas de los maleteros. Sonreí al ver sus mochilas porque eso significaba que volverían conmigo al día siguiente.

—Hemos comprado cerveza en cantidades industriales, alcohol para más copas de las que nos beberemos, algo de golosinas, dulces, patatas fritas y carne para cenar —contestó Aurora—. Para comer hemos encargado una paella y, gracias a mis contactos, no tenemos que ir a por ella.

—¿Tus contactos? —dijo Adrián, su novio—. Que no te engañe que el contacto es de los dos.

Lo siguiente que se escuchó fueron risas. Unos minutos después, llegaron las preguntas. Sonreí como una niña el día de reyes y señalé la mesa del porche. Todos aplaudieron.

—¿Nos dejarás leer algo? —preguntó Rafa. Lo miré con el ceño fruncido y negué con la cabeza—. Había que intentarlo.


El aperitivo estuvo preparado en menos de cinco minutos y, cuando vinimos a darnos cuenta, el contacto nos estaba llamando para que le enviásemos la ubicación del destino de la paella. Cogí el teléfono por inercia, sin ver que tenía notificaciones. Solo quería saber qué hora era, pero no la vi. El mensaje abrasó mis ojos y suspiré mirando al suelo, rezando para que nadie notase que mi rostro cambiaba. Tú.


Prometí no escribirte hasta que saliera hoy de trabajar. Ya he salido, voy de camino a casa a comer. Me gustaría… verte. ¿Puedo?

Puedes venir, pero no estoy sola… Mis amigos han venido y se quedarán hasta mañana.


Dejé el teléfono en cuanto el claxon avisó de que la comida estaba en la puerta. Corrí para abrir la verja, detrás de mis amigos, que realmente eran los novios de mis amigas y que, por obra de los años, habían adquirido el título de amigos.

Revisé el teléfono mientras comíamos. Supe por los tics azules que tu respuesta era <<no voy a ir si no estás sola>>. Dejé el teléfono negando con la cabeza, aprovechando para suspirar por lo deliciosa que estaba la paella. Ninguno se dio cuenta de que, en realidad, lo que estaba diciendo es que sabía que no vendrías y yo no iba a decirles a mis amigos que se fueran. Estaba cansada de esconderme del mundo. Harta de fingir que éramos simples conocidos. Aburrida de sus idas y venidas, de su indecisión.

Después de comer, fuimos directos a las copas. Eran las cuatro y media de la tarde y estaba rellenando de nuevo mi vaso cuando mi teléfono vibró. Enmudecí al ver tu nombre.

—Dime —contesté con naturalidad.

—Quiero verte.

—Ya… —Me puse en pie para alejarme unos pasos—. Sabes que puedes venir.

—Estoy montado en el coche, pero no sé dónde demonios estás. —La carcajada que salió de tus labios me hizo sonreír. Mis amigos me miraban—. Envíame la ubicación. Nos vemos enseguida.


Colgamos a la vez. Te envié la ubicación y entonces vi que tenía un mensaje tuyo. Una nota de voz. Pulsé play y me coloqué el teléfono en la oreja.

—Supongo que no puedo convencerte para que les pidas que se vayan… así que, tendrás que presentármelos. Voy a recoger unas cosas que tengo por aquí, empaqueto una muda y el pijama y voy. ¿Te apetece?

Los dos sabíamos que no tendría que presentarte a nadie. Todos te conocían. Sonreí de camino a la mesa y dejé el teléfono en mi regazo.

—Vamos a ser uno más —anuncié.

—¿Quién viene? —preguntó Rafa.

—Alguien.

—¡Oh, oh, oh! —exclamó Aurora con las manos en las mejillas.

—Dime que es quien yo creo que es —intervino Sofía.

—No sé quién crees que será, pero… Creo que sé a lo que te refieres.

—Vaya, vaya… —dijo Alejandro—. Vas a desvelar tu secreto mejor guardado.


Me encogí de hombros como respuesta y di un trago a mi copa.

Si alguien afirma tener los mejores amigos del mundo, se equivoca. Los mejores amigos los tengo yo que, a pesar de querer preguntarme quién era la persona que iba a venir, siguieron con el tema de conversación, como si ese hecho fuese completamente normal. Y llevaban así varios meses.

Mi teléfono sonó diez minutos después, mientras debatíamos sobre películas y series.

—¿Dónde estás? —pregunté al descolgar.

—Según el GPS, en la puerta.


El corazón me latía a la velocidad de la luz y amenazaba con salir por la boca. Las piernas me temblaban mientras abría la verja. Estuve a punto de dejar la verja abierta cuando dejé de escuchar el motor de tu coche. Maldije varias veces, pero logré cerrarla cuando la puerta se abrió y tu pie apareció.

Sonreí al verte.

Sonreíste al verme.

Avancé con las manos en la espalda. Tú cerraste la puerta y diste un par de pasos, haciendo crujir la gravilla.

Entonces, llegó el abrazo con los ojos cerrados. Apretado. Estrecho. Ni una mota de polvo pasaba entre nuestros cuerpos. Tus manos posadas en su sitio: mi cuello y mi cintura. Las mías igual: abrazando tus caderas.

Perdí un poco la noción del tiempo, pero creo que estuvimos abrazados casi un minuto. Separé con cuidado la mejilla de tu pecho y abrí los ojos para mirarte. Tus manos acariciaron mis mejillas. Sonreí en busca de un beso. Sonreíste sobre mis labios durante el segundo previo a dármelo.

—Hola —dije volviendo a abrazarte, esta vez rodeando tu cuello y mirándote a los ojos.

—Hola, fea.

Sonreí.

Nos separamos con las manos entrelazadas. Fuiste el primero en dar un paso hacia la casa. Yo no podía dejar de mirarte, aunque tú mirabas al frente y saludabas a las cinco personas que nos miraban con la boca abierta. Negué con la cabeza cuando tus ojos volvieron a los míos.

—No les he dicho quién venía, solo que alguien venía.

—¿Tu amante bandido? —preguntaste sonriendo.

—Sí. Seguro que a todos les encanta que, por fin, mi amante bandido tenga rostro, nombre y apellidos.


Si hay algo que tienen mis amigos es que no disimulan absolutamente nada cuando algo les sorprende.

—Hemos hecho muchas apuestas con este asunto —dijo Adrián, una de las personas que más te conoce sobre la Tierra—, pero…

—¡Maldita sea! Te lo dije —saltó Aurora dirigiéndose a Sofía—. Te dije que había notado que él, aquella noche, la miraba raro. Y tú diciéndome que eran imaginaciones mías y que iba borracha.

—¿Qué noche? —pregunté sin pensar.

—La que desapareciste y ninguno sabíamos dónde narices estabas.

—Tía, es que yo no vi nada raro —se defendió Sofía.

—Esa fue la noche que me llamaste por error, ¿verdad? —dijiste a Aurora, sorprendiéndonos a todos.

—Ahora mismo quiero matarte —te dijo mi amiga señalándote. Soltó una gran carcajada—. Y yo que me sentía fatal porque creía que te había despertado y ahora resulta que eras la única persona que podía decirme dónde estaba esta mujer.


La tarde pasó muy deprisa. Pero no hubo más preguntas sobre nosotros. Yo intuía que esa sería la reacción de mis amigos. A ti te sorprendió mucho. Por suerte, poco a poco te fuiste relajando y, de vez en cuando, tocabas mi pierna, pasabas tu brazo por mi espalda y hablabas de algunas de nuestras conversaciones privadas. La sorprendida fui yo cuando dijiste que habías visto uno de mis pijamas en vivo y en directo, aunque lo que más me sorprendió fue la forma en la que te reíste después.

Te enseñé el dedo corazón como respuesta.

Me abrazaste y me diste un beso en la sien.

—Es que fue muy gracioso —añadiste para que todos te escucharan.

Todos nos reímos, de nuevo.

Cuando el sol comenzó a caer, nos levantamos del porche y fuimos a la parte trasera de la casa. Mis amigas me interceptaron, con la excusa de sacar la carne del frigorífico.

—Si quieres podemos irnos cuando cenemos —me dijo Sofía—. No nos importa a ninguno.

—No quiero que os vayáis.


No dudé ni un instante en dar la respuesta. Era cierto. Quería que todos estuvieran allí. Todos. Mis amigos y tú, juntos, por fin. Respiré hondo y me tapé la cara con las manos. Me emocioné sin pretenderlo.

—Nunca pensé que… Estoy feliz. Soy feliz.

Pasaron unas cuantas horas hasta que nos quedamos a solas. No te haces a la idea de las ganas que tenía de que llegase ese momento.

—Oye, gracias por venir y por todo lo de hoy…


Apenas habíamos cerrado la puerta cuando hablé. Me miraste con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido mientras te sentabas en la cama. Tu mano palpó el colchón, a tu lado. Anduve despacio, con la vista posada en tus ojos. Me senté a tu lado a la vez que tu mano envolvía la mía.

Suspiré.

Suspiraste.

Nos besamos.

Caímos despacio en la cama, sin perder el contacto de nuestros labios.

—Una vez te pregunté que si te gustaría que yo fuese algo más en tu vida y tú algo más en la mía. ¿Recuerdas qué me respondiste?

—No te respondí —afirmé con un suspiro. Acaricié tu barba y pasé una de mis manos por tu pelo—. Te devolví la pregunta como respuesta.

—¿Qué pensaste? —Tus brazos pasaron por mi cuello, abrazándome.

—Que por supuesto que me gustaría. Me sorprendió mucho tu pregunta. —Suspiré—. Aquella noche me fui con una sensación... Era algo parecido a la esperanza.

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