Tripas: el instinto, las decisiones y la felicidad.
- marinamg0210
- 24 feb 2021
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 10 abr 2021
Nota de la autora:
Algunas veces me da por escribir pequeñas fábulas y, cuando lo hago, siempre aprendo algo. Siempre. Hay veces que, incluso, lloro. Esta fábula (yo lo llamo así porque es un cuento con moraleja) apareció por mi mente hace unos días y, tras mucho pensarlo, he decidido compartirla contigo, querido lector. No recuerdo en qué momento apareció por mi mente, ni qué hacía antes de escribirla. De hecho, cuando la he releído para publicarla no recordaba más de la mitad de su contenido y, para mi sorpresa, me ha emocionado. En muchas ocasiones, y aunque pueda parecer increíble, entro en trance cuando escribo y luego no recuerdo ni una sola palabra del texto. Espero que esta pequeña historia, amado lector, te ayude en tu vida, te inspire y te lleve a tomar una buena decisión. Compártela con esa persona a la que quieres dar un consejo. Y vive. Y sé feliz. Vive siempre en busca de la felicidad.
Por cierto, en mi cabeza suena Me vale de Miki Nuñez. En bucle. Conecta la canción y escúchala mientras lees estas líneas, por favor. Aquí dejo el enlace. ❤
Llevaba más de media hora allí, de pie, esperando. Según el reloj que había en una de las blancas paredes de esa habitación, claro. Sinceramente, creo que estuve allí varios días. Giré por enésima vez sobre mis talones, buscando alguna ventana, alguna puerta oculta, alguna bombilla de color verde encendida, pero no había nada. El vacío del blanco lo inundaba todo y eso, en lugar de tranquilizarme, me alteraba. Siempre he detestado el color blanco con todas mis fuerzas. Es el color que indica cero actividad y mi naturaleza odia la actividad cero. Quizás la palabra odio no es la correcta, pero es la mejor palabra para definir lo que siento.
Odio no tener actividad.
Odio no sentir.
Odio la derrota.
Odio dejarme vencer.
Lo odio.
Bufé y maldije antes de recitar mentalmente, por decimocuarta vez, los motivos por los que merecía ese trabajo. Por entonces, ya tenía mucha experiencia y reputación como director. Por mis manos habían pasado muchas personas y todas y cada una de ellas habían sido felices. Todas. Habían tenido sus momentos de flaqueza, de bajón, pero, finalmente, tuvieron una buena vida. Una vida feliz, al fin y al cabo. <<Al final -pensé-, los retortijones, las noches en vela y que te bulla el cuerpo como si tuvieras una llama en el estómago, tienen sus cosas buenas>>. Sonreí al recordar a mi último humano. Noventa años, pelo canoso desde los treinta, alzheimer y varios amores pasajeros, pero sanos, bonitos y de los que te producen una gran sonrisa al recordarlos. No tuvo hijos, pero tuvo buenos amigos y una familia que lo adoraba. No tuvo una casa con piscina, pero le encantaba el pequeño apartamento en el que vivió durante más de cincuenta años.
El chirrido de la puerta al abrirse me sacó de mi ensoñación. Crucé los brazos por la espalda y me enderecé. Entraron en la habitación un hombre y una mujer de edad indeterminada. Estaban en esa época en la que es imposible definir si te encuentras lejos o cerca de los cuarenta.
Charlaban ignorando mi presencia, algo que no me extrañó. Estaba más que acostumbrado a esas entrevistas y, en todas, ignoraban mi presencia al llegar.
Tras unos minutos revisando unos papeles y cuchicheando, me miraron durante un instante. Nos saludamos con un leve gesto de cabeza. Entonces, y para mi sorpresa, la mujer hizo un leve giro de muñeca y aparecieron dos sillas tras ellos. Tragué saliva y procuré que mi mandíbula no se descolgara por la sorpresa. <<Joder, empezamos fuertes>>, pensé al ver que, con otro giro de muñeca, aparecía una tercera silla detrás de mí.
El hombre me sonrió y me indicó que me sentase.
Los nervios se adueñaron de mi organismo en cuanto mi culo se posó en el asiento, como siempre. Respiré hondo varias veces para tranquilizarme, como siempre. Siempre me pasaba lo mismo: culo en la silla, nervios a flor de piel. Siempre.
—Bien —dijo la mujer—. Sentimos que hayas tenido que esperar tanto tiempo, pero ya sabes que hay ciertos trámites que llevan su tiempo.
—No se preocupe —respondí con amabilidad—. No ha sido una larga espera.
La mujer levantó la vista de los papeles y arqueó una ceja con una sonrisa maliciosa. Me encogí de hombros como respuesta y, de cierta forma, supliqué perdón por mi mentira piadosa.
—Me gusta —soltó, de repente, el hombre—. Me gusta mucho esa actitud. Vayamos al grano, ¿cuáles son tus cualidades? ¿Qué nos ofreces?
Enumeré una a una las cualidades y habilidades que había desarrollado. Les hablé de mis casos de éxito, de algunas anécdotas, de intentos fracasados que, finalmente, llegaron a buen puerto. Les mostré un par de imágenes que confirmaban mi historia y, evidentemente, les nombré a algunos de mis maestros, pupilos y les di los nombres de algunos de los humanos que habían compartido sus vidas conmigo.
—No sigas.
El tono autoritario de la mujer me sorprendió.
—¿Sabes para qué estás aquí? ¿Qué puesto aspiras conseguir?
—Sí, señora —contesté con un nudo en el estómago—. Estoy aquí para conseguir el puesto de Director de Tripas.
—¿Sabes la responsabilidad que conlleva ese puesto?
La pregunta me descolocó. No era primerizo, sabía perfectamente que iba a ostentar el cargo de mayor responsabilidad. Tragué saliva despacio. Mis ojos se desviaron al suelo durante unos segundos porque necesitaba un descanso, una pausa, ordenar mis ideas.
—Estoy aquí para que sea feliz —declaré.
—¿Eres consciente de que tendrás en tus manos la tarea más complicada?
La pregunta brotó de los labios del hombre que, por primera vez, me miraba serio y directamente a los ojos. Asentí despacio, sin apartar la mirada de sus oscuros ojos.
—El puesto es tuyo —dijeron a la vez.
—Muchas gracias —respondí—. ¿Puedo hacerles una pregunta? —La mujer asintió, levantándose. El hombre la imitó y, con un suave movimiento de muñeca, hizo desaparecer sus sillas. Me puse en pie justo antes de que desapareciera la mía—. ¿Niño o niña?
—Niña.
Y después de eso, fui plenamente feliz.
Bien, de esa situación han pasado casi treinta años. La niña ha crecido y es toda una mujer. Es terca como una mula y no me hace ni puto caso. Pero ni puto caso. La señorita ha decidido que el instinto se encuentra en los pies y no en las tripas. Sacudo la cabeza con los brazos en jarras, observándola. Sí, observándola. Aunque yo me encuentre en su interior, puedo verla. No importa cómo puedo hacerlo, lo importante es que lo hago. Y lo hago mucho porque me pone de los nervios y me dan ganas de retorcerla de dolor durante tres días seguidos. Al pobre Cerebro lo lleva frito. De Corazón es mejor no hablar: lo despidieron hace mucho tiempo y, cada vez que hablo con él, me dice que no hay esperanza, que duda que pueda volver a trabajar si la situación no cambia.
Estamos en plena crisis existencial, y esta señorita nos va a matar a todos.
—Maldita mocosa. Me tienes hasta los santos cojones —vocifero. Alzo una mano, provocándole otro retortijón—. Llevo tres noches provocándote malestar y tú ni puñetero caso, ni caso. ¿Es que no te das cuenta de que, en cuanto piensas en lo correcto, concilias el sueño?
Perdón. ¿He dicho ya quién soy y lo que hago? Me lo temía. Como siempre, he dejado caer quién soy y qué hago, pero no lo he explicado. Bien, pues me presento: soy el Director de Tripas de esta señora y mi misión es hacerla feliz. Hasta ahí todo bien, ¿verdad? Pues no hay nada bien en esta señora, no hace caso a lo que le digo. Menos mal que cuando me doy cuenta de que su organismo necesita nutrientes, me hace caso y come, porque sino… En fin, que eso no es lo importante. Mi misión se centra en lo que llamamos instinto, y que todos piensan que funciona gracias a Cerebro o a Corazón.
Pues no, amigos míos.
El instinto lo controlamos desde el Departamento de Tripas y no desde el Departamento Neuronal o Coronario. El caso es que, normalmente, cuando a una persona le duele la barriga y tiene malestar hay dos posibles causas: que esté enfermo o que esté a punto de tomar una importante decisión.
En esa segunda ocasión, entro yo. Y entro directamente, sin ayuda ni nada por el estilo.
Bien. Pues esta chica no me hace ni puñetero caso. Nada. Lo he intentado todo, hasta el autoconvencimiento, aunque yo no soy partidario de eso porque, al final, sale a la luz que es perder el tiempo. Pero está en el manual, Cerebro insistió y a Corazón lo despidieron. Digamos que estaba desesperado.
Digamos que sigo desesperado.
Digamos que estoy a punto de dimitir: no voy a consentir que me despidan por no hacer bien mi trabajo. Maldita sea, los instintos cambian, la vida nos hace crecer, madurar y cambiar y mi misión es que, en todo momento, la persona a mi cargo sea feliz. Que haya incitado a tomar la misma decisión durante muchos años y ahora cambie de opinión, no significa que me haya equivocado. Solo significa que algo ha cambiado y que, por tanto, la situación exterior también debe hacerlo.
Pues ella no lo entiende. ¡Joder!
Llevo tres días llevándola al límite. Tres. Son muchas horas. Muchísimas. Y, sinceramente, estoy agotado.
—Por hoy, es suficiente… —digo acercándome al interfono y pulsando el botón que me comunica con Cerebro.
—Dime, Tripas —me contesta, agotado.
—¿Alguna idea? Quizás hoy sí haga caso…
—Dame dos minutos —suspira—. Voy a intentarlo.
Cuando me cuelga me siento en el suelo a esperar.
Cuarenta minutos más tarde, suena el interfono.
—Tripas, me está haciendo caso —susurra lanzando un profundo suspiro.
—¿En serio? —digo sin mucho entusiasmo.
—Conéctate a la pantalla y lo verás tú mismo.
No me conecto. No me hace falta hacerlo: lo estoy sintiendo.
Sonrío con sinceridad por primera vez en tres días antes de colgar. Levanto el dedo índice de la mano derecha: aparece un pequeño cosquilleo, un pequeño y agradable cosquilleo.
Mi niña sonríe, se muerde el labio inferior y le tiemblan las manos.
Se enciende una luz verde en la sala. Vuelvo a sonreír: es feliz, está feliz.
Trabajo entusiasmado y con absoluta entrega durante una hora y media, aproximadamente. Lo sé porque las manecillas del reloj se mueven. Si fuese yo el encargado de medir el tiempo, habría dicho que han pasado diez escasos minutos.
Cuando me cruzo de brazos escucho un sonido peculiar en el interfono: es una llamada conjunta. Me acerco despacio, pidiendo que sean las dos personas que yo espero que sean.
Aplaudo al ver que lo son.
—Cerebro y Corazón, hemos hecho un trabajo extraordinario —contesto, eufórico.
—Ha sido emocionante volver a trabajar con una sonrisa en la cara de nuestra niña —dice Cerebro.
—Ha sido emocionante volver a sentir —añade Corazón con un suspiro—. Hacía mucho tiempo que no trabajábamos a estos niveles...
La voz de Corazón se corta y escucho que hay interferencias. Eso no me gusta. Eso significa que algo malo ocurre.
—Oh, no...
La voz de Cerebro es apenas perceptible. Miro el monitor, confundido.
—No. No puede ser —suplico.
Pero lo es.
La felicidad ha durado menos de dos horas, Corazón vuelve a estar despedido y Cerebro vuelve a funcionar en niveles incómodos.
Me echo a llorar en un rincón de mi despacho. Pasan un par de horas hasta que soy capaz de mirar de nuevo la pantalla. Mi niña también está despierta y echa un ovillo en su cama, abrazada a la almohada. También ha llorado, lo sé porque lo he sentido y porque aún suspira.
—La felicidad se basa en lo que nos dicen las tripas, pequeña. Deja de ir hacia lo que no te hace feliz y aférrate a estas dos últimas horas. Por tu bien y por el de todos. Ser feliz es la más importante de mis misiones, pero todo tiene un límite y… —Mis ojos se desvían hacia el monitor, concretamente, hacia la esquina derecha, hacia el indicador de batería—. Si esa batería llega a cero no volverás a ser feliz… Al menos, no completamente. Tengo la esperanza de que ese indicador no llegue a cero y de que, si en algún momento llega, la reserva aparezca: no soportaría ver cómo echas tu vida por tierra solo por lo que puedan decir los que te rodean.
Sonrío con amargura.
—Ay, mi niña. Los que te rodean quieren que seas feliz y, hasta donde mis compañeros de oficio me han dicho, están completamente de acuerdo conmigo. Es el momento de poner un punto final en esa historia que solo te trae amargura, pues hay una nueva que te entusiasma. Aférrate a la nueva, querida, es la que te hace feliz. Acabas de comprobar que es la que te hace feliz.
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